En la cima de la colina más alta del Valle Esmeralda vivía Eugenia, una maga de cabello castaño que acariciaba sus cabellos con la brisa y ojos verdes que reflejaban la sabiduría de los años. Su piel, curtida por innumerables amaneceres, irradiaba una calidez acogedora. Eugenia no era una maga ordinaria; poseía una fuerza que desafiaba toda lógica, un don que usaba con humildad y discreción. Le encantaba pasar sus días cuidando su jardín de hierbas mágicas y compartiendo historias con los niños del pueblo cercano, quienes la adoraban por su bondad y sus fantásticos relatos.
Un día, una sombra de preocupación se cernió sobre el Valle Esmeralda. La Montaña Dormida, que solía ser una fuente de vida con sus ríos cristalinos, comenzó a temblar. Los manantiales se secaron y el pánico se apoderó de los aldeanos. Los ancianos contaron una antigua leyenda: la montaña solo se agitaba cuando su corazón de piedra se sentía solo y necesitaba un abrazo fuerte para calmarse. Nadie, sin embargo, tenía la fuerza suficiente para alcanzar la cima y ofrecer ese consuelo.
Eugenia, al escuchar la angustia de su gente, supo que debía actuar. Con paso firme, se dirigió hacia la Montaña Dormida. El camino era empinado y el aire se volvía más gélido con cada paso. Cuando llegó a la base de la montaña, sintió la vibración bajo sus pies. Recordando su don, reunió toda su fuerza interior, una fuerza que nacía no solo de sus músculos sino de su gran corazón lleno de amor por su hogar. Con un esfuerzo titánico, rodeó la base de la montaña con sus brazos y la abrazó con todas sus fuerzas. La tierra dejó de temblar y un suave calor emanó de la piedra. La montaña, sintiéndose reconfortada, se calmó. Eugenia demostró que la verdadera fuerza no solo está en el poder, sino en la bondad y el coraje para ayudar a los demás, y que incluso los seres más grandes necesitan sentirse amados.
Fin ✨