En el reino de Auroria, donde los amaneceres pintaban el cielo de rosa y oro, vivía la princesa Roberta. Roberta no era una princesa cualquiera. A sus muchos años, su cabello rubio, una vez del color del sol naciente, ahora brillaba con hilos plateados de sabiduría y experiencia. Sus ojos, de un verde profundo como bosques antiguos, habían visto pasar muchas estaciones y habían sido testigos de la alegría y la paz de su reino. Su piel, de un hermoso tono oscuro, recordaba las noches estrelladas de verano, y en ella se reflejaba la calidez de su corazón.
Roberta poseía un don extraordinario, un secreto que solo los habitantes más antiguos de Auroria conocían: podía volar. No con alas, sino con la fuerza de su voluntad y la ligereza de su espíritu. Desde joven, descubrió que al cerrar los ojos, concentrarse en la brisa y sentir la alegría en su pecho, sus pies se despegaban del suelo. Al principio, eran solo pequeños saltos, pero con el tiempo, aprendió a surcar los cielos, a danzar entre las nubes y a acariciar las cimas de las montañas más altas. Era su forma de explorar el mundo y de encontrar consuelo en los momentos difíciles.
Un día, una sombra de tristeza cubrió Auroria. Una sequía prolongada amenazaba con marchitar los campos y agotar los ríos. El pueblo estaba asustado y la esperanza comenzaba a desvanecerse. Roberta, al ver la angustia de su gente, supo que debía usar su don. Con una determinación que solo la edad y el amor por su reino podían otorgar, se elevó hacia el cielo, más alto de lo que nunca había volado. Buscó las nubes, las acarició con sus manos y les susurró la necesidad de su pueblo. Y, como por arte de magia, las nubes se juntaron, oscurecieron y comenzaron a llorar lágrimas de lluvia sobre Auroria. La princesa Roberta enseñó a su pueblo que incluso los dones más silenciosos y los espíritus más ancianos pueden traer la mayor de las esperanzas, y que la bondad y la valentía florecen a cualquier edad.
Fin ✨