
En un pequeño pueblo rodeado de colinas verdes, vivía una maestra llamada Jesús. Tenía el cabello castaño como la tierra fértil, ojos azules como el cielo de verano y una piel que recordaba a las tardes soleadas. Jesús no era una maestra común; poseía un don extraordinario: la habilidad de curar. Con solo tocar una herida o una planta marchita, esta volvía a la vida y a la salud. Los niños de su clase la adoraban, no solo por sus sabias lecciones, sino por la calidez que irradiaba y el cuidado que ofrecía.

Un día, una sequía azotó al pueblo. Los ríos se secaron, la tierra se agrietó y el jardín de la escuela, que solía ser un oasis de flores vibrantes y árboles frutales, comenzó a marchitarse. Las hojas cayeron, las flores se inclinaron tristemente y las frutas que quedaban se arrugaron. Los niños miraban con desolación cómo su lugar favorito perdía su brillo. Jesús, sintiendo la tristeza de sus alumnos y el sufrimiento de la naturaleza, sabía que debía hacer algo más que esperar la lluvia.
Con determinación, Jesús reunió a sus alumnos en el jardín desolado. "No perdamos la esperanza", dijo con voz firme pero dulce. "Tenemos el poder de cuidar de nuestra tierra". Uno por uno, los niños regaron las plantas con las pocas gotas de agua que habían recolectado. Luego, Jesús caminó entre los arbustos y las flores, extendiendo sus manos. Con cada toque, una chispa de vida parecía recorrer las plantas. Las hojas secas se rehidrataron, los tallos se enderezaron y un suave resplandor verde comenzó a emanar del jardín. Los niños exclamaron de asombro mientras veían cómo la vida regresaba, impulsada por el amor y el don de Jesús, y el esfuerzo colectivo de todos.

Fin ✨
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