Sam, la Curandera del Bosque
Parte 1
En el corazón de un bosque frondoso y vibrante vivía una maestra muy especial llamada Sam. Sam no era una maestra común; poseía un don extraordinario: la habilidad de curar. Su cabello castaño caía en cascada sobre sus hombros, sus ojos marrones brillaban con bondad y su piel oscura irradiaba calidez. Los animales del bosque, desde el más pequeño ratón hasta el imponente ciervo, acudían a ella cuando sentían dolor o se encontraban heridos. Sam siempre los recibía con una sonrisa suave y manos curativas que aliviaban cualquier malestar con un toque reconfortante. Un día, un joven zorro llamado Zippy llegó corriendo al claro donde Sam solía enseñar a los pájaros a cantar melodías dulces. Zippy lloriqueaba, su pata trasera estaba hinchada y enrojecida. Había intentado trepar a un árbol alto para alcanzar unas bayas jugosas y había resbalado, cayendo dolorosamente al suelo. Sus hermanos lo habían ayudado a llegar hasta Sam, con la esperanza de que ella pudiera aliviar su sufrimiento. Sam se arrodilló con calma junto a Zippy, sus ojos marrones llenos de compasión. Le habló con voz suave mientras examinaba su pata. "No te preocupes, pequeño", le dijo, sus dedos rozando suavemente la piel inflamada. Sintió la energía cálida y sanadora fluir de sus manos, envolviendo la pata herida del zorro en un aura dorada. Zippy dejó de temblar, el dolor comenzó a desvanecerse. Podía sentir cómo el calor de Sam trabajaba, cerrando las pequeñas heridas y desinflamando su pata. En pocos minutos, el zorro pudo mover sus dedos con más soltura y dio un pequeño salto, probando su pata que ahora se sentía mucho mejor. Miró a Sam con gratitud en sus ojos brillantes. "Gracias, Sam", gimoteó Zippy, lamiendo la mano de la maestra. "Me siento mucho mejor ahora. Tus manos son mágicas." Sam sonrió, acariciando su cabeza. "Solo estoy aquí para ayudar, Zippy. Recuerda tener más cuidado la próxima vez que intentes alcanzar esas deliciosas bayas." El zorro asintió vigorosamente, aprendiendo una valiosa lección sobre la precaución.
Parte 2
Al caer la tarde, un murmullo de preocupación se extendió por el bosque. Un viejo y sabio búho, conocido por su tranquilidad y su agudeza visual, se sentía indispuesto. Tenía un fuerte dolor de cabeza que le impedía ver con claridad y había pasado todo el día en su nido, incapaz de volar para buscar su cena. Los otros animales se habían reunido en la base del gran roble donde vivía el búho, temiendo por su bienestar. Sam, al escuchar los murmullos, se dirigió rápidamente hacia el hogar del búho. El pájaro sabio, con sus grandes ojos amarillos entrecerrados por el dolor, la saludó con un graznido débil. "Oh, Sam", dijo el búho con voz rasposa. "Mi cabeza me está matando. Siento como si mil avispas estuvieran picando dentro de mis sienes." Sam se acercó a la rama donde se posaba el búho, manteniendo la calma y la serenidad que la caracterizaban. Levantó sus manos, permitiendo que su poder curativo se concentrara. Cerró los ojos por un momento, visualizando la energía curativa fluyendo como un río de luz plateada hacia la cabeza del búho. El búho suspiró profundamente cuando la sensación de frío reconfortante envolvió su cabeza. La presión comenzó a disminuir, los punzantes dolores de cabeza se atenuaron hasta desaparecer. Poco a poco, sus ojos amarillos se abrieron, y pudo ver el mundo a su alrededor con la claridad que tanto apreciaba. Una ola de alivio lo inundó. "¡Milagro!", exclamó el búho, sintiendo su energía regresar. "Sam, tu don es verdaderamente asombroso. Me has devuelto la vista y la paz. Gracias desde el fondo de mi corazón." Sam sonrió, sus ojos marrones reflejando la luz de la luna que comenzaba a asomar. "Me alegra mucho que te sientas mejor. Recuerda descansar cuando tu cuerpo te lo pida, amigo mío."
Parte 3
Los días en el bosque continuaron, y Sam siguió siendo la guardiana de la salud y el bienestar de todos sus habitantes. No importaba si era una pequeña ardilla con un tobillo torcido o un tejón con un resfriado persistente, Sam siempre estaba allí, lista para ofrecer su ayuda. Su presencia era un bálsamo para las almas, y su habilidad para curar era un recordatorio constante de la bondad y la empatía que podían existir en el mundo. Una mañana, mientras Sam caminaba por un sendero cubierto de musgo, se encontró con una escena inusual. Un grupo de conejitos jugaba alegremente, pero uno de ellos, llamado Saltarín, estaba sentado aparte, con aspecto desanimado. Tenía una pequeña herida en la nariz que le impedía participar en los juegos, ya que le picaba y molestaba cada vez que saltaba. Sus amigos intentaban animarlo, pero su incomodidad era evidente. Sam se acercó a Saltarín con su sonrisa característica. "Hola, Saltarín", dijo suavemente. "¿Qué te sucede?" El conejito señaló su pequeña nariz con una pata temblorosa. "Me duele, Sam, y me pica mucho. No puedo jugar con mis amigos." Con la ternura que la definía, Sam extendió una mano hacia el pequeño hocico del conejito. El aire a su alrededor se cargó de una energía cálida y reconfortante. Cerró los ojos por un instante, canalizando su don curativo. La picazón y el dolor desaparecieron como por arte de magia, reemplazados por una sensación de frescura y alivio. Saltarín parpadeó, sintió su nariz dejar de molestarle. Dio un pequeño y vacilante salto, y luego otro más enérgico. ¡Podía jugar de nuevo! Con un chillido de alegría, se lanzó a perseguir a sus amigos, su pequeña herida completamente olvidada. Sam observó la escena con una profunda satisfacción. Aprendió que el verdadero poder reside no solo en curar el cuerpo, sino en restaurar la alegría y la libertad de vivir plenamente, un acto de amor que resonaba en cada rincón del bosque.
Fin ✨
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